sábado, 3 de septiembre de 2011

Personajes singulares

La Ciudad de México a finales del siglo XIX era ya una ciudad con hambre de semejar a aquellas ciudades cosmopolita de las que nos llegaban noticias por la prensa escrita, maravillandonos con sus avances y versatilidad.
Como en todas las ciudades existían personajes singulares que hacían falta para que el motor de la ciudad echara a andar todos los días.
Existían por ejemplo, los cargadores; gente que se situaba en las esquinas mas concurridas por donde pasaba gente que podía requerir de sus servicios. Se ponían una faja de cuero o tela, y con su mecapal en la frente cargaban los bultos mas pesados por cualquier propina. Lo malo, y no es por desprestigiar, algunos resultaban ladrones y como eran fuertes y veloces, desparecían en un parpadeo con todo y bulto. Así que había que estar a las vivas.
El lechero que con sus contenedores de cincuenta o veinte litros andaba con su carreta vendiendo leche por las calles, las señoras salían o mandaban a alguno de sus hijos con la jarra de a litro para comprar leche espumosa. ¡ La lechiiiiiiiiiiiiiii !
El zapatero, que cargaba con su negocio móvil en un cajón de madera sobre la espalda. Se desplazaba por las vecindades y pegaba suelas, ponía tapas nuevas, y pintaba cacles, todo, sentado en un banquillo.
¿ Recuerdan haber visto en algún lugar a los peluqueros de paisaje ? Si, esos que en cualquier árbol a las afueras de la ciudad colgaban un espejo y ya tenía puesto el changarro. Una silla para el cliente y nada mas. Lo simpático no solo era su local sino su técnica. A todo el mundo le cortaban el cabello igual, lo único que cambiaba era el largo. Tres dedos por favor, dos dedos, a mi cuatro.
El personaje chusco de la ilustración es el aguador; en aquellos entonces como hasta ahora, el sistema de drenaje ha sido insuficiente para lo que significa todo un valle repleto de cristianos. Los aguadores lo cargaban a uno de una banqueta a otra para que pudiese llegar a su destino sin mojarse el vestido largo o los zapatitos. Lo feo de emplearlos era que a medio camino le pedían a uno mas dinero de lo acordado (que generalmente era un real), si uno decía no, pues el aguador lo tiraba en el agua estancada. ¡ Jijos de su mal dormir !

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